Javier Sáenz de Olazagoitia Díaz de Cerio
No es la primera vez que un término “técnico”, más o menos iniciático y normalmente reservado a los foros profesionales especializados, se populariza y pasan a formar parte de las conversaciones familiares o entre amigos. El ejemplo más significativo de esto fue la difusión del término “prima de riesgo” entre todos los españoles en el verano de 2012. Y en estos días ha sucedido lo mismo con el “domicilio social”, al hilo de sus movimientos o traslados, en concreto desde Cataluña hacia otras Comunidades Autónomas españolas. Lo particular es que éste último “trending topic” (valga al anglicismo, a su vez, tan de moda) se deriva de un contexto político convulso, que contribuye a magnificar y distorsionar los efectos de tal hecho –o, propiamente, acto jurídico–. Con lo que la forma en que es aprehendido el término comúnmente, tiene el riesgo de ser confuso y erróneo. Confusión, lamento tener que volverlo a decir, no pocas veces alimentada por políticos, periodistas y otros “habituales de la opinión pública”, de diverso signo.
Este interés desmedido por lo que implica un traslado de domicilio social proviene, como es obvio, de la oleada de sociedades que están procediendo a trasladarlo desde Cataluña a alguna otra localización española (de hecho, muchas más de las que se conocen por los medios). Ello, en las circunstancias políticas y sociales en que sucede, da lugar a una extraordinaria atención, pero ni el hecho jurídico ni sus consecuencias en ese ámbito son nuevas en absoluto. Y su especial contexto no le confiere diferencia alguna. Se trata de un tema “clásico” con una solución igualmente “tradicional”.
Como mucho, la “novedad” ha sido una “reforma express” de la Ley de Sociedades de Capital, que una atención mediática que sin duda habría sido nula en otras circunstancias, que solamente hace referencia a quien es el órgano competente (el de administración o la Junta General) para acordar eficazmente dicho traslado de domicilio social dentro del territorio nacional. Pero en esto tampoco hay novedad real relevante, pues al menos desde 2015 la Ley ya preveía que la competencia correspondía al órgano de administración. Solo que ahora “se aclara” que para que no sea así los estatutos deben decirlo expresamente (esta es la finalidad explícita de la reforma: aclaratoria).
En cualquier caso, dado que este foro está específicamente dedicado a los problemas tributarios, la intención de este comentario es contribuir a aclarar un tema “distinto” pero típicamente vinculado en los debates al del domicilio social. Que es el del “domicilio fiscal”. No decimos que esa vinculación no tenga su lógica, pero sí debemos anticipar que son conceptos diferentes, y para su aclaración debemos hacer las siguientes precisiones.
Primero, que el “domicilio social” es un mero dato formal que debe figurar expresa y específicamente en los estatutos, que lo sigue siendo hasta que se adopta la decisión en la forma legal, y que desde ese momento se produce inmediata y necesariamente el cambio (o traslado). Eso es lo que se está cambiando en la mayoría de los casos, y está siendo acordado por los órganos de administración (normalmente Consejos de Administración), dado que sus estatutos no dicen expresamente que no puedan hacerlo, pues en tal caso debería celebrarse una Junta General Extraordinaria.
Pero ese domicilio social no determina el “domicilio fiscal”. O, mejor dicho, sí lo determina, en cierto modo, de manera condicionada, en particular “siempre que en él esté efectivamente centralizada la gestión administrativa y la dirección de sus negocios”. Es decir, si la dirección y gestión no se lleva a cabo desde el lugar del “domicilio social”, éste no coincidirá con el “domicilio fiscal”, sino que a efectos fiscales “se atenderá al lugar en que se realice dicha gestión o dirección”. Y aún, si no fuera posible determinar la efectividad de esta dirección y gestión se aplicaría también el criterio del lugar “donde radique el mayor valor del inmovilizado”. En consecuencia, los traslados de domicilio social a los que estamos asistiendo, no conllevan el efecto directo ni necesario de producir el traslado de domicilio fiscal.
Es más, resulta perfectamente posible que el domicilio fiscal y social no coincidan, no pocos casos y no poco conocidos se encuentran en esta situación. Incluso, se puede trasladar el domicilio fiscal sin necesidad de acordar el traslado del domicilio social. Es cierto que la indeterminación –por su naturaleza “fáctica” y “compleja”– del requisito de la “gestión y dirección” efectivas, conlleva que muchos supuestos pueden resultar dudosos y controvertidos. Mientras que el citado domicilio social siempre es claro e incontrovertible. Pero ello no por ausencia o falta de claridad de la norma que regula cada concepto, sino por los hechos que toma como referencia: el “dato estatutario” solo puede ser uno y cambiar por un acto determinado y unívoco; y los hechos de los que puede derivarse un domicilio social, y su consecuente cambio, no gozan de esa simplicidad e identificabilidad inmediata.
Pero la segunda cuestión a aclarar a este respecto es que en el ámbito territorial español, y excepto en el caso de los territorios forales con régimen tributario propio, la cuestión carece de consecuencias tributarias prácticas, desde luego en el Impuesto sobre Sociedades. De hecho, no suelen darse discrepancias entre las comunidades autónomas (de “régimen común”), sencillamente porque el Impuesto sobre Sociedades no está cedido a éstas. Ni reciben parte alguna de su recaudación, ni tienen capacidad normativa sobre el mismo. Por lo tanto, es recaudatoriamente irrelevante la identificación del domicilio fiscal en la mayoría de los casos, porque lo único a lo que afecta es a la delegación de la Agencia Estatal de la Administración Tributaria con la que se deban entender las relaciones. Que, además, para los “grandes contribuyentes” (entendidos como aquéllos que facturan más de 100 millones) ni siquiera tiene ese efecto, pues se relacionan directamente de la Delegación Central de Grandes Contribuyentes.
Sí que son típicos los debates cuando las alternativas a la consideración del domicilio fiscal se encuentran en diferentes Estados. Lo que se regula con normas internas e internacionales, con los mismos parámetros señalados. Y, como hemos apuntado, también en el caso de los “territorios forales”. Con ocasión de cuyos debates los Tribunales de Justicia han tenido ocasión de identificar los elementos de los que debe deducirse donde se encuentra la sede de administración y dirección efectiva. Pero en todo caso, este debate –por si alguien estuviera haciendo cábalas con una posible aplicación del sistema foral a Cataluña–, tampoco dicho domicilio determina siempre ni la legislación aplicable ni la Hacienda a la que se debe ingresar la cuota correspondiente. Sino que para las sociedades que superen los 7 millones de facturación, puede aplicarse la legislación de un lugar diferente incluso al de su “domicilio fiscal” (si más del 75% de sus operaciones se llevan a cabo en el otro territorio), y desde luego que su cuota se reparte por el propio contribuyente entre las diferentes Haciendas en cuyo territorio se generan los ingresos, en la proporción correspondiente (cifra relativa).
En las relaciones internacionales –por si alguien quisiera ir más allá en sus cábalas y pensar en que se formaliza y reconoce la independencia de Cataluña–, la consecuencia no sería muy diversa, aunque el marco normativo y la metodología sí lo serían. Pero su explicación desborda las limitaciones de espacio, y de lógica, de este comentario (si me lo demandan, amenazo con dedicarle otro..).
Por otro lado, el IRPF de los trabajadores de cada empresa, con sus retenciones y pagos definitivos, corresponden a la Comunidad en la que residan dichos trabajadores, en el porcentaje del Impuesto cedido por Ley. Con independencia del domicilio fiscal de la sociedad pagadora. Lo mismo respecto del IVA (que, además, básicamente no aplica a bancos ni aseguradoras, por ejemplo), que sigue distribuyéndose en lugar de donde se han realizado efectivamente las operaciones, lo cual tampoco se deduce normalmente del domicilio social ni fiscal.
No pretendo transmitir que el traslado de domicilio sea irrelevante, pues tiene otros muchos efectos inmediatos, tanto jurídicos como económicos e incluso de otras naturalezas. Para empezar se base en la seguridad jurídica propia y en su percepción por todos los interesados (socios, gestores, trabajadores, proveedores, financiadores…), y para empresas de sectores especialmente regulados (banca, seguros, energía…) puede representar la posibilidad de estar cubierto por un régimen de garantías de solvencia, o incluso de la misma posibilidad de operar. También concurren factores extrajurídicos (como la visibilidad, la percepción de riesgo o la reputación, especialmente sensible en entidades cotizadas). Y el domicilio también tiene incidencia en datos macroeconómicos y estadísticos, con efectos económicos y políticos muy significativos.
Pero de ahí a su efecto recaudatorio hay un trecho, que se derivará –en su caso–del efectivo traslado de directivos y otros empleados, de subcontratación de servicios y adquisición de bienes por el “efecto sede” en la nueva ubicación –que correlativamente dejan de contratarse en la antigua–, e incluso de transformación del modo de configurar la actividad. Lo cierto es que con el tiempo suele llegar a producir, y en experiencias comparadas además es poco habitual que regresen. Por lo que está claro que el domicilio social puede arrastrar al fiscal, y con ello a cambios efectivos de “recaudador”, pero ya hemos dicho que ni es automático ni es inmediato, y en todo caso es indirecto y parcial.
A Ahora que lo pienso, tampoco nos viene mal a los que nos dedicamos a estas cosas desde hace años, que de vez en cuando sintamos que a la gente le interesa lo que hacemos. Lo triste es que tenga que ser por este tipo de causas.