Javier Sáenz de Olazagoitia Díaz de Cerio
Con estas reflexiones son ya once las que llevan por título, e hilo conductor, la aproximación demagógica suscitada en el debate público en relación con alguna materia tributaria. No es que no haya encontrado más en estos años, simplemente no he tenido el tiempo deseado de abarcarlas todas, tan frecuentes y dispares. Pero tengo muchas pendientes.
Lo que ha sucedido ahora es que un mismo acontecimiento -como no, un “nuevo impuesto”- ha suscitado demagogia desde la mayoría de las aproximaciones, sea para su defensa y promulgación, sea para su crítica. Tanto en su fondo como en su forma. Y además aderezada con una controvertida invasión de competencias territoriales, como causa del desaguisado. Resultando en este caso un nivel demagógico sublime, pero que además ha sido superado para adentrarse en el del “fraude” al ordenamiento tributario -por parte del propio ejecutivo y, previsiblemente, legislativo, si es que la distinción conserva utilidad-. Me refiero -ya lo anuncio en el título- al que ha venido en llamarse “Impuesto Temporal de Solidaridad de las Grandes Fortunas”.
Que un impuesto se califique como temporal ya es sospechoso en sí mismo. Constituye una disculpa previa, en plan, oiga que se lo pongo ahora porque no tengo más remedio en esta situación, pero “si eso” ya se lo quito luego… No digo que no pueda tener sentido en algún caso, pero siempre me ha parecido, simplemente, poco serio. Predicar la temporalidad respecto un elemento de un sistema -el tributario- que debe perseguir la justicia atendiendo a la capacidad económica para la contribución al sostenimiento de los gastos públicos, no parece casar muy bien con la ida y venida de figuras tributarias. Más bien, a la vista del contexto, se trata de una excusa -más- para justificar este “acto político” en que se ha convertido el impuesto. Y luego ya se irá viendo. No olvidemos el antecedente del propio Impuesto sobre el Patrimonio, que se introdujo en nuestro ordenamiento mediante la Ley 50/1977 de 14 de noviembre de 1977, con el nombre de “Impuesto extraordinario sobre el Patrimonio de las Personas Físicas”, anunciando expresamente su carácter “excepcional y transitorio” (artículo primero), y hasta hoy.
Siguiendo con la propia denominación al tan “novedoso” gravamen, resulta que tiene carácter explícitamente “solidario”. O sea que, ateniéndonos a la definición de solidaridad, unos señores, por ser ricos, se van a adherir circunstancialmente a la causa de los más perjudicados por la crisis, es decir, van a mostrar su conformidad con ellos, mediante el pago del impuesto. No es que sea obligatorio su pago, bajo amenaza de sanción, o incluso de cárcel. No. Es que por obra y gracia de la Ley, a los sujetos pasivos obligados al pago les brota una espontánea voluntad de adherirse a la causa de los más necesitados -estoy jugando con la definición de solidaridad, por si no se ha apreciado-, y de ayudarles a través de las arcas del Estado, mediante el pago -exactamente- de la cuota resultante del “nuevo” impuesto. Pues no. La voluntariedad y la magnanimidad de espíritu de los contribuyentes puede llegar a concurrir con el cumplimiento de una obligación legal, pero tal cosa no es necesaria ni habitual. Y, en cualquier caso, la cusa del pago del impuesto es su obligatoriedad por obra de la Ley -y las consecuencias de no hacerlo-. Y tal obligatoriedad anula cualquier otra consideración solidaria en el pagador.
Aunque quizás lo esté yo entiendo mal, y lo que se pretende poner de relieve es el espíritu solidario de quien establece el impuesto. O sea, de los políticos que lo inventan. O del Estado quizás. Si tal es la intención, la demagogia es aún mayor, pues la solidaridad por la fuerza y con el dinero de terceros parece aún menos merecedora de tal calificación. Los impuestos pueden contribuir a la redistribución de la riqueza, y por ello cumplir un mandato constitucional y tener una loable finalidad, pero tal criterio no es propiamente solidaridad, por muy vistoso que quede en los foros políticos y textos jurídicos. Demagogia.
Pero lo dicho hasta ahora no deja de ser anecdótico, y desde luego accesorio. Lo nuclear es que se trata de un impuesto cuya Ley creadora dice que su “configuración coincide básicamente con la del Impuesto sobre el Patrimonio”. Del que solo difiere en que tiene una escala de gravamen propia, en la que los primeros 3 millones de euros tributan al tipo 0. Pero decir, por esto, que “la diferencia fundamental reside en el hecho imponible”, cuando solo se manifiesta en su aspecto cuantitativo y de manera parcial y contingente, constituye una burla. Un impuesto cuyo “ámbito territorial, exenciones, sujetos pasivos, base imponible y liquidable, devengo y límite de la cuota íntegra” directamente “son” los del Impuesto sobre el Patrimonio, solo puede ser porque “es” el mismo Impuesto sobre el Patrimonio. Con otro nombre, disimulo mínimo.
Tampoco sirve, para intentar diferenciar ambos impuestos, que se diga que “el nuevo” solo grava los patrimonios netos que superen los 3 millones de euros. Como si eso implicara que su objeto es distinto. Pues su objeto es necesariamente el mismo, el patrimonio de las personas físicas. Y su aspecto cuantitativo es modulado por cada Comunidad Autónoma según su criterio, y en virtud de la cesión establecida por las leyes. Competencia por la cual podría también gravar solamente el patrimonio que supere los 3 millones. Bien a través del mínimo exento, de deducciones o bonificaciones, o bien -exactamente como hace el impuesto a las grandes fortunas- mediante un tramo primero a tipo cero por ese importe. Con otras palabras, lo que el “nuevo impuesto” grava es exactamente lo mismo que puede gravar el Impuesto sobre el Patrimonio, solo que elije entre las alternativas de cuantificación del gravamen un rango y tarifa concretos -como podría elegir otros-, dentro del margen en el que podría situarse el Impuesto sobre el Patrimonio por parte de cada Comunidad Autónoma.
La cuota del Impuesto sobre el Patrimonio se considera deducible de la del “nuevo” impuesto sobre las “grandes fortunas”. Pero ello no indica que sea un impuesto diferente, “complementario” -como afirma la Proposición de Ley-. Sino que, precisamente, es el mismo y no se puede soportar de simultáneamente. Esa deducción es, desde el punto de vista del respecto de los principios esenciales configuradores del ordenamiento tributario, necesaria para evitar la doble imposición. Y es, precisamente por ello, indicativo de que es el mismo impuesto. Si fuera efectivamente complementario, por definición sería compatible el pago de ambas cuotas. Vale, otra vez con la maldita terminología. Igual pretende ser compatible en el sentido de que se añade al ya existente Impuesto sobre el Patrimonio para hacerlo más efectivo, donde ése se había bonificado. Y que pretende que ambos coexistan. Es decir que viene a rellenar los huecos dejados por algunas Comunidades Autónomas insolidarias, en ejercicio de las facultades que les han sido cedidas. Pero eso, propiamente, no es compatibilidad sino sustitución, pues la deducción de la cuota de un impuesto en el otro los hace excluyentes cuando concurren. Y donde no cabe la concurrencia no existe compatibilidad. Al contrario, si solo cubre la vacante deliberadamente dejada por la Comunidad Autónoma competente para legislar, es que su efecto es sustitutivo para esos casos concretos. O, expresado coloquialmente, como tú no lo quieres poner lo pongo yo, pero lo que pongo es lo mismo, solo que “mío” -y “para mí”-.
Desde esta identidad y efecto realmente sustitutivo se aprecia el verdadero meollo jurídico -y político, con perdón por la confusión- de la cuestión. Y es si el Estado central puede establecer su propio Impuesto sobre el Patrimonio -le llame como le llame- cuando dicho impuesto se encuentra cedido a las Comunidades Autónomas. Porque establecer un gravamen sobre los mismos hechos y con exactamente la misma configuración que otro -solo que con una tarifa propia- es aplicar ese mismo tributo pero solamente para los supuestos en que el titular del mismo ha decidido bonificarlo o establecer una tarifa inferior. Es decir, se sustituye el impuesto para los casos en que el sujeto activo titular por su cesión hubiera acordado -en ejercicio de su facultad cedida- no hacerlo efectivamente. Luego, evidente e incontestablemente se está revirtiendo la cesión. O la Comunidad Autónoma cesionaria cobra el impuesto, o “se tiene por no cedido” y lo cobra el Estado.
Se afirma y recuerda con insistencia, y con razón, que “la potestad originaria para establecer los tributos corresponde exclusivamente al Estado”. Y como tal cosa es dicha por la mismísima Constitución (133.1), pues se concluye que la revocación -siquiera temporal y selectiva- no es inconstitucional. Pero no es tan simple. La Constitución, además de un reparto originario de competencias, establece una jerarquía normativa y unos cauces procedimentales para disponer de dichas competencias y ejercitar su contenido conforma a las Leyes. Así sucede, por ejemplo e incluso de manera muy particular, con los Estatutos de Autonomía de las Comunidades Autónomas, cuya reforma “se ajustará al procedimiento establecido en los mismos y requerirá, en todo caso, la aprobación por las Cortes Generales, mediante ley orgánica” (147.3 de la misma Constitución). Y por si no se hubiera entendido bien, insiste el texto constitucional en que “una vez sancionados y promulgados los respectivos Estatutos, solamente podrán ser modificados mediante los procedimientos en ellos establecidos y con referéndum entre los electores inscritos en los censos correspondientes” (152.2).
También la Ley Orgánica 8/1980 de Financiación de las Comunidades Autónomas -reparen en su rango- recapitula y recuerda que la financiación de las Comunidades Autónomas se regirá por la presente Ley Orgánica y por el Estatuto de cada una (3.Dos). Y crea un Consejo de Política Fiscal y Financiera para la coordinación en materia fiscal y financiera entre la Hacienda del Estado y las Comunidades Autónomas. La misma Ley Orgánica define los impuestos cedidos como aquéllos establecido por el Estado, pero cuyo producto corresponda a las Comunidades Autónomas (10.1), entendiéndose producida la cesión cuando hubiera tenido lugar en virtud del precepto expreso del Estatuto correspondiente (10.2).
Para el caso específico del Impuesto sobre el Patrimonio, la citada Ley Orgánica establece la posibilidad de que cada Comunidad Autónoma asuma la competencia normativa respecto de la determinación del mínimo exento y la tarifa, deducciones y bonificaciones. Es decir, el impuesto que grava el patrimonio está cedido mediante los instrumentos legales oportunos (se mencionan como cedidos en los Estatutos de Autonomía). Por lo que su recaudación corresponde a la cesionaria -Comunidad Autónoma-. La cesión incluye la facultad de establecer la bonificación que estime cada Comunidad Autónoma, con lo cual renunciaría a su ingreso, precisamente porque le corresponde. Y el cambio de dicha situación -la reversión de la cesión, requiere seguir un procedimiento específico -para empezar, pero no solo, con el rango de Ley Orgánica-.
Sin embargo, el “nuevo impuesto” es -según declaración de su norma creadora, en el sentido que hemos expuesto- el “mismo impuesto”. Y su establecimiento implica, respecto de las Comunidades Autónomas que han decidido imponerlo en una cuantía menor a la que resultaría de las tarifas previstas, una reversión de la cesión -normativa y recaudatoria-, total o parcial, pero sin seguir el debido trámite legislativo. Es decir, un fraude de Ley. No en lo sustancial, sino en lo procedimental, que es igualmente grave y contrario al ordenamiento jurídico, e igualmente susceptible de ser reprochado por éste y expulsado del mismo. Supongo que el Tribunal Constitucional -si queda- lo dirimirá.
El fraude de Ley no queda ahí, sino que existe otro aspecto más sibilino y sorprendente, si cabe. Y es que el Gobierno -los partidos que lo sustentan- utilicen la “proposición de Ley” como forma de iniciación, en lugar del “Proyecto de Ley” que le es propia, y por tanto natural, a un Gobierno. Y además, mediante enmienda. La técnica legislativa utilizada, más allá de su procedencia -de nuevo suponemos que veremos al Constitucional ante esta cuestión-, rebaja la mayoría necesaria, omite los trámites propios de las reformas de los Estatutos, y sustrae “casualmente” la cuestión al debate parlamentario y a los informes previos, amén del deseable reposo y maduración que ello conlleva, lo cual es sospechoso y preocupante.
Por el otro lado, ya hemos anticipado que la demagogia ha aflorado en todas las posiciones -políticas, mediáticas y sociales- respecto del impuesto. Y es que sus críticas se han magnificado en el tiempo. Se desarrollaban sobre meras conjeturas antes de tener un texto o siquiera unos datos básicos sobre su configuración. Siendo su propia idea criticable, no podían serlo sus efectos sin conocer ciertos detalles. Y una vez conocida su configuración, se han magnificado sus efectos económicos -ni afectan a tantos contribuyentes ni lo hacen en la medida difundida-. Lo cual no atenúa ninguna de las críticas expuestas con anterioridad al impuesto, a su justificación y denominación, y a la forma de tramitarlo. Pero las cosas son como son.
Los análisis publicados sobre el impacto del impuesto comentado, hacen estimaciones de cuotas sobre valores patrimoniales asumiendo que el valor del patrimonio es igual a la base liquidable. Sin advertir que la parte del patrimonio afecta a actividades empresariales o profesionales no se computará, y que a cada persona individual se le computa solo su propio patrimonio. Lo cual ya habría dejado tranquilo a más de uno, porque su problema podría no existir o porque podría visualizar la solución fácilmente. Pero, sobre todo, se reflejaban nuevas cuotas “a pagar” como si no existiera el límite conjunto renta-patrimonio (el conocido “escudo fiscal”). A efectos prácticos, sin advertir de que una cuota de más de 278.000 euros, como se prevé para patrimonios de 15 millones, solo puede imponerse a personas cuya renta personal sujeta el IRPF por ese mismo periodo supera los 2.5 millones de euros. Y para que a una persona con 40 millones de patrimonio pueda gravársele con más de 1,1 millones -como anuncian algunos medios- debe tener una renta gravable por el IRPF de más de 11 millones (todo ello simplificando, pero entiéndase el mensaje de la crítica). Supuestos prácticamente absurdos, y desde luego fácilmente resoluble en la mayoría de los casos, si no todos.
El impuesto, por tanto, es muy criticable -igual que lo era ya el impuesto sobre el Patrimonio “clásico y autonómico”-. Pero la realidad es que su aplicación efectiva quedará circunscrita a Madrid y Andalucía -que era el propósito político- y su alcance muy mermado por su propia configuración, como no podía ser de otra manera. Si no acaba resultando la anulación total de este sucedáneo demagógico y fraudulento de impuesto. Siempre que el potencial afectado “se lo haga mirar” y se organice mínimamente, lo cual a estar alturas ya se le debe suponer, o de lo contrario quizás no merezca tener tanto patrimonio.
Pienso que los partidos del Gobierno ya conocen todo esto -pues tienen quien se lo explique, y lo saben-. Y en realidad no tienen mucha expectativa en la pervivencia del impuesto, ni en su eficacia recaudatoria. Por lo que la solidaridad que pretenden vender quedará más que diluida. Lo que quizás no midan, o quizás tampoco les importe, es el efecto expulsión que por desconfianza genera efectivamente entre “los ricos” que ya están y que pueden marcharse, y los que podrían venir y no lo hacen. Un análisis sosegado del impuesto permitiría racionalmente evitar ese efecto en los contribuyentes. Pero la racionalidad pasa a segundo plano cuando la desconfianza es lo único que se percibe de esta forma de legislar. No es una suposición académica, es lo que vienen diciendo desde hace meses -o años- los “afectados”.
Pero poco les importa a los autores. Lo que queda es que “lo han intentado”, el mensaje de la “solidaridad” impuesta a los “malvados ricos”. Y, no menos importante, perjudicar en lo posible a las díscolas Comunidades Autónomas que osan bonificar el Impuesto contra su criterio poítico, infundiendo miedo en sus residentes o en quienes estuvieran pensando en llegarlo a ser. Demagogia con impuestos en su máximo esplendor. Y habrá más.