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Es suficientemente conocido que, hasta un cierto momento, la jurisprudencia había sido un tanto timorata en reconocer cualquier posibilidad de control sobre las valoraciones de cualquier tipo que se encomendaban a un órgano técnico específico.

A tenor de dicha inicial línea jurisprudencial, cuyas principales resoluciones datan de los ochenta y noventa, las valoraciones realizadas por los tribunales o comisiones de selección no podían ser sustituidas por la valoración que el interesado realizase. Y ni siquiera la aportación de una valoración pericial realizada a instancia de la parte podía oponerse, por muy dotada de auctoritas que estuviera, frente a éstos. La presunción de imparcialidad de sus miembros, la especialización de sus conocimientos y su intervención directa en las pruebas realizadas dotaban a dichas comisiones y órganos de selección de una posición exenta de control.

La discrecionalidad técnica, se argumentaba entonces por nuestros tribunales, reducía las posibilidades de control de la actividad evaluadora de los órganos de la Administración prácticamente a dos supuestos: el de la inobservancia de los elementos reglados, cuando estos existiesen, y el del error ostensible. Bien es verdad que dicha posición encontró la resistencia y crítica de un importante sector doctrinal encabezado por el Profesor Tomás Ramón Fernández que ya anunciaba que era éste un viejo fantasma que tendía a desvanecerse. Y es cierto. Dicha previsión premonitoria se ha ido progresivamente haciendo realidad como el magistrado Chaves, en su conocido Vademecum, ha ido poniendo de relieve.



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