Ya desde muy pequeño mi padre me enseñó que generalizar no es propio de personas inteligentes, por esto aviso de antemano que no voy a tildar a los españoles de vagos y maleantes, pero sí me gustaría recrearme en la capacidad que tenemos para unirnos a la hora de realizar la “huelga del café” y que poca tenemos para utilizar nuestro trabajo como reivindicación; no es tampoco necesario llegar al límite japonés de las huelgas a base de no parar de trabajar.
Quizás sean los cuatro años que llevamos evangelizando sobre marketing, la gestión de procesos internos, la gestión del talento, etc. lo que me lleva a obsesionarme y fijarme en cada comercio que entro hasta en el más mínimo detalle de cómo se gestionan las relaciones con el cliente. Y precisamente no son pocas las veces que últimamente me encuentro con empleados abandonados en el hastío de la rutina que a modo de protesta – porque todavía soy optimista y prefiero pensar que no lo hacen por joder al personal – se levantan, normalmente coincidiendo con la hora del café de las doce, y dejan a los clientes a la suerte de que uno de sus compañeros les atiendan. Es la “huelga del café de las doce”.
Y es que apetece dejar de trabajar en lo que uno cree cuando en el país en el que ha nacido ve determinadas actitudes. Porque engañarse a uno mismo es una costumbre muy fea cuando envidiamos la vida que lleva el corrupto en vez de tratar de mejorar las empresas desde dentro: no trabajando más, sino mejor. Y cuando colectivamente lo consigamos, nos volveremos imprescindibles, y obtendremos la fuerza necesaria para obligar al directivo o político a mejorar. Hasta entonces seguiremos perjudicando al cliente que nos da de comer y seremos victimas de nuestra propia avaricia y ego individual. Debemos partir de revoluciones colectivas que tengan al cliente como centro de atención y nos legitime para poder liderar el cambio dentro de las organizaciones. Quejarse y no ayudar al cliente es una situación “lost – lost”, donde la empresa no gana y nuestra estabilidad se verá amenazada por otro que esté dispuesto a hacer lo mismo por menos o con una sonrisa en la cara.
Ahora cuando el “compliance” como modelo ético está en boca de todos es más importante que nunca concienciar a los mandos intermedios y “soldados rasos” que de ellos depende encontrar una nueva forma de hacer las cosas y conseguir con el impulso de la mayoría el cambio de mentalidad en la gestión de los directivos que, en definitiva, sin ellos se encuentran solos ante el peligro. Ya lo dice el dicho, “si la Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma”. Es labor fundamental de los directivos dejar que las nuevas generaciones les apoyen con ideas que ellos sepan liderar, sólo así se logrará la verdadera competitividad. Como una vez dijo Steve Jobs, “no tiene sentido contratar a personas inteligentes y después decirles lo que tienen que hacer. Nosotros contratamos a personas inteligentes para que nos digan que tenemos que hacer”.
Es la gente inteligente la que recoge ese testigo de alto valor añadido y llevan a cabo una protesta y revolución silenciosa que poco o nada tiene que ver con pensar de una manera individualista y egoísta, sino orgullosos de pertenecer a un proyecto que no sólo puede cambiar el futuro de la empresa en la que trabajan sino de la sociedad, en una búsqueda continua de innovación que no entiende de clasificaciones basadas en títulos, ya sean universitarios o de otra índole, pero sí de aplicación práctica de conocimientos y experiencias adquiridas, tanto de los éxitos como de fracasos.
Sin duda hay muchas cosas que cambiar, y seguro que muchas grandes ideas han surgido en una mesa de un bar con un amigo, con un socio, con un extraño que pasaba por allí. La importancia reside en la intención que ponemos al pedir ese café.