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En relación con la demanda civil presentada ante la justicia belga contra el magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, en la que los demandantes Carles Puigdemont, Toni Comín, Meritxell Serret, Lluis Puig y Clara Ponsatí le acusan de haber vulnerado su derecho a un juez independiente e imparcial, a un juicio justo y equitativo y al derecho a la presunción de inocencia se está produciendo un debate en absoluto inacabado, y de enorme trascendencia. No sólo jurídica, también política y, por supuesto, social.

La polémica se avivó cuando el Ministerio de Justicia anunció que no se personaría en el proceso judicial seguido en Bélgica, al ser un asunto privado. Sin embargo, la comunidad jurídica al unísono, exceptuando Jueces para la Democracia, criticaron la actuación del Gobierno, quien cambió de criterio anunciando que se trataba -ahora sí- de un asunto que vulneraba la jurisdicción española.

Pero el episodio ha seguido con el descubrimiento de que la demanda interpuesta contra el juez tradujo “por error” sus comentarios del español al francés, generando un equívoco resultado del significado de sus palabras. Reconocido el error en la traducción, ¿podría haber incurrido Puigdemont en un fraude de ley o en una posible estafa procesal?

Más allá del correcto análisis legal que concierne y compete a los tribunales, lo que sí parece que se puede afirmar es que nos hallamos ante la aparente transgresión de la buena fe que debe regir en nuestra profesión. De ser los comentarios de Llarena el objeto principal de la demanda, más allá de la competencia o no del juez belga (ciertamente dudosa), ésta debe ser desestimada.

Y en este marco la conclusión a extraer como ciudadanos y como juristas debe ser rotunda. Hemos de defender la integridad de los jueces españoles. En ninguna circunstancia puede ni debe ser fiscalizada su acción por los tribunales de un tercer Estado. Por supuesto el gobierno debe poner en marcha todos los mecanismos necesarios para defender nuestra soberanía jurisdiccional.

Y, por descontado, no podemos sino estar con Llarena. Porque ha sido objeto de ataques intolerables, de injurias y calumnias, de amenazas y acoso, porque ha padecido la revelación de datos personales de sus familiares… No. En absoluto estamos ante una cuestión de un particular con nombres y apellidos. Es un asunto de Estado. Y como tal debe analizarse y, en consecuencia, plantearse la respuesta. ¿Estaremos a la altura?




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