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La regulación de la contratación pública ha experimentado relevantes cambios en los últimos años. Algunas de estas novedades inciden de manera especial en los contratos de servicios, como la división en lotes, la información sobre las condiciones de subrogación de personal, o la incorporación de aspectos sociales, ambientales y de innovación. Viendo que esos temas han sido estudiados por la doctrina, la reflexión sobre sus bondades se deja aquí a un lado. Ello con el objetivo de centrar este análisis en una cuestión que, a pesar de su relevancia, solo se ha abordado con generalidades que no han contribuido -salvo contadas excepciones- a suscitar un necesario debate: la relación entre el régimen de revisión de precios, y la duración y prórrogas de los contratos de servicios.

 

El primer asunto a tener en cuenta en esta materia es que tanto el régimen de la revisión de precios como la concreta regulación de la duración de los contratos de servicios no traen causa de la transposición de las Directivas comunitarias. Se basan en decisiones del legislador español. Así, en esa sede hay que buscar las motivaciones de la vigente normativa; y a ella habrá que acudir para modificarla, si se concluye que existen disfuncionalidades merecedoras de corrección.

De manera concreta, la regulación vigente de la revisión de precios deriva de los compromisos asumidos en los Programas Nacionales de Reformas, y de la normativa en materia de desindexación -Ley 2/2015 y RD 55/2017, de 3 de febrero-. Y ha existido un aparente consenso en el sector público en la bondad del nuevo esquema, aunque su motivación merezca un estudio más profundo -tanto en lo relativo a la metodología empleada, como en lo que respecta al tratamiento residual y excepcional de la revisión de precios, pues un esquema de revisión al alza o a la baja bien aplicado podría ser más respetuoso con los intereses de las partes-.

Sea como fuere, en lo que ahora importa, la Ley 2/2015 -cuyo contenido es asumido por la LCSP-, limitó la revisión de precios a los contratos de obra, suministros de fabricación, suministro de energía y, excepcionalmente, a los contratos en los que el período de recuperación de la inversión sea igual o superior a cinco años. Si conectamos tal limitación con las previsiones de la LCSP sobre el plazo de duración máxima de los contratos de servicios -regla general de cinco (5) años, incluyendo prórrogas-, cabe afirmar que las relaciones ligadas a la prestación de servicios recurrentes y de contratación ordinaria estarán de facto excluidas del régimen de revisión de precios -sin perjuicio de que formalmente puedan admitirse excepciones, por razón del período de recuperación de las inversiones-.

A pesar de lo expuesto, hasta aquí no se plantearían grandes problemas por causa de la nueva regulación, siempre que se cumplan dos de sus teóricos objetivos: que se celebren contratos de servicios de corta duración, y que los precios reflejen las condiciones reales de mercado. De ser así, la ausencia de revisión de precios sería poco relevante para el contratista.

Pero tal esquema a priori ideal no encaja con las pautas de actuación de la Administración -contratos multianuales-. Y quiebra por completo atendiendo tanto a la naturaleza obligatoria de las prórrogas en la nueva LCSP, como a las interpretaciones que se han realizado del artículo 29.4 de dicha norma. Sirva de ejemplo la Recomendación de la JCCPE de 28 de febrero de 2018, que señala que con la nueva regulación “se podrán celebrar contratos de servicios y suministros de un año de duración e ir suscribiendo prórrogas sucesivas de un año cada una de ellas hasta alcanzar el plazo máximo de cinco, siempre con respeto a las condiciones y límites establecidos en las normas presupuestarias aplicables a la entidad contratante”.

Esto es, como ejemplo, un poder adjudicador tendría capacidad para licitar un contrato con un plazo de duración anual/bienal. Y, finalizado dicho plazo, podría bien promover un nuevo procedimiento -opción razonable, según los principios de concurrencia y buena administración-, o bien acordar la  prórroga del contrato, obligando al contratista a prestar el servicio a los precios de adjudicación hasta el plazo máximo de duración de cinco años del art. 29 de la LCSP -al menos, pues podrían añadirse nueve meses de prórroga forzosa por sucesión contractual-.

La alternativa de prorrogar obligatoriamente el contrato sería “buena” en algún caso para el órgano de contratación, pues le permitiría mantenerse aislado de los incrementos de precios durante un largo periodo de tiempo -y supondría un ahorro procedimental-. Sin embargo, se articularía a costa de romper la debida equidad en la ejecución contractual, y trasladaría de manera injustificada notables cargas e incertidumbres al contratista.

De hecho, la inseguridad se manifestaría también en la presentación de las  ofertas, condicionando el resultado de la licitación -en estos contratos el precio ofertado suele ser especialmente ajustado, debido a la competencia entre operadores, y/o a las decisiones del adjudicador para maximizar ahorros-. Así, en una licitación con un plazo de duración reducido (ej: 1 año), y que deje abierta la aplicación del art. 29.4 de la LCSP, ¿el licitador debería ofertar un precio atendiendo al plazo original, y confiar en que el contratante actuará diligentemente en la sucesión contractual? ¿O su oferta económica tendría que incorporar los posibles incrementos de costes a cinco años, a riesgo de no resultar adjudicatario?

A las disfuncionalidades citadas se podrían añadir algunas otras, planteadas en la tramitación de la normativa con incidencia en la revisión de precios. Más concretamente, los efectos de esa regulación tanto en las condiciones laborales de los trabajadores como en la propia negociación colectiva -esta última materia se excluye del ámbito de aplicación de la Ley 2/2015 por su protección en la CE, pero podría verse condicionada por tales medidas-.

En cuanto al impacto en los trabajadores, la cuestión se resolvió por referencia al contexto de estabilidad de precios y de contención de salarios, y a la tradicional exclusión de los costes de mano de obra de las fórmulas de revisión -modulada para los contratos sí susceptibles de revisión en los arts. 5 y 7.3 del RD 55/2017-. Por su parte, en lo relativo al derecho a la negociación colectiva, cabe reseñar la opinión del Consejo de Estado, que consideró que no existe injerencia, al entender que el derecho a la negociación no depende “de la necesidad de recuperación integral de todos los incrementos de costes por parte de los empresarios en el curso de la ejecución de cada contrato singular que conciertan”.

Los razonamientos anteriores, correctos desde un punto de vista jurídico, tienen una relevante objeción basada en la realidad de los operadores económicos: el precio de los contratos, por definición, ha de cubrir no solo los costes del servicio, sino también un margen razonable de beneficios -la diferenciación entre el precio y el coste de la prestación, que en ocasiones pasa injustificadamente a un segundo plano-.

Pues bien, ¿cómo traducirían los contratistas un escenario en el que, por la incerteza de la duración contractual, la inexistencia de revisión de precios, y los previsibles incrementos salariales, no solo no exista margen, sino que la retribución no cubra siquiera los costes de los contratos celebrados?

De producirse ese contexto, considerando que los contratos de servicios suelen ser intensivos en mano de obra, se provocarían disfuncionalidades en aspectos tales como las condiciones laborales -empleos de baja calidad o a tiempo parcial, menos formación-, o incluso en el dimensionamiento de las plantillas. Cabe pensar también que los operadores económicos afrontarían la negociación colectiva con prevención, pues los incrementos salariales no cubiertos serían un aspecto decisivo en la viabilidad de algunas de sus futuras contrataciones.

En fin, si reducimos la problemática planteada a sus elementos esenciales, nos encontramos por una parte ante una regulación que provoca graves incertidumbres a los operadores económicos -sobre todo, a la vista del margen existente para los poderes adjudicadores en la aplicación de las prórrogas contractuales-, y que incluso desincentivaría su participación en los procedimientos de licitación. Por otra parte, la nueva normativa podría afectar a las condiciones laborales de los trabajadores vinculados a las contratas, e incluso sería capaz de contaminar la negociación colectiva, contribuyendo al estancamiento salarial.

Así las cosas, nada tendría de extraño que las autoridades competentes, en función del resultado práctico de la aplicación de la nueva LCSP, puedan abrir un debate sobre la adecuación de dicha regulación, con la finalidad de buscar un esquema más razonable en materia de revisiones de precios, y en cuanto a la duración y prórroga de los contratos de servicios.

Si tal debate aconteciese, vaya por delante que no tendría que ser visto como un fracaso del legislador, sino como una ocasión tanto para optimizar la normativa contractual, como para adecuarla a un escenario de superación de la crisis económica -contribuiría, por ejemplo, a la consecución de algunos objetivos del AENC 2018-2020-. En resumidas cuentas, una oportunidad para preservar de la mejor manera posible todos los intereses en presencia, que no son solo y exclusivamente los presupuestarios de la Administración. Al fin y al cabo, “Ius est ars boni et aequi”.




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