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Casi 40 años después de la reforma integral de nuestro sistema tributario, estructuralmente, este continúa igual. Sin embargo, las diferencias entre aquel entonces y hoy son como las de la noche al día. Para empezar, el contexto social es absolutamente diferente. El de entonces era una época en la que el eslogan de “Hacienda somos todos” estaba interiorizado y en la que  existía el convencimiento de que los impuestos eran nuestro compromiso social con el Estado del Bienestar que se vislumbraba. La pedagogía y ejemplaridad de los políticos era, a diferencia de hoy, irreprochable y motivadora. Sin embargo, ese “contrato social” implícito cuya contrapartida eran los impuestos, se ha transformado en un modelo social en el que el Estado se subroga en una posición paternalista ofreciendo gratuitamente los mayores servicios públicos posibles en respuesta a la cada vez mayor demanda ciudadana. Y como el nivel de nuestros actuales políticos es el que es, los impuestos son cada vez más imperceptibles para los ciudadanos que tienen la percepción de pagar mucho pero no saben de verdad cuánto pagan. Prueba de ello es que nos quejamos de los tributos visibles e irrelevantes en términos recaudatorios, como Sucesiones y Patrimonio, y no nos quejamos con vehemencia de la asfixiante presión fiscal, imperceptible a nuestra consciencia. La inconsciencia fiscal de los ciudadanos es la que sostiene el actual sistema tributario. Pero la ilusión fiscal, no nos engañemos, es la trampa de los mediocres que han de recurrir a la demagogia de que los ricos no pagan lo que deben, lo que entraña una verdad que, no obstante, hay que contextualizar, y a la de que la solución a nuestros males es la lucha contra el fraude fiscal que, según parece, no cesa, y que, de ser cierto, es un ejemplo de incompetencia o, como algunos reclaman, de falta de medios.

Pero la verdad es que nuestro modelo fiscal, y el de Occidente, está obsoleto y agotado. El IRPF ha dejado de ser aquel impuesto que grava la renta con independencia de su origen para convertirse en un tributo que grava y penaliza el trabajo. Por su parte, las rentas altas que así pueden hacerlo han transitado al Impuesto sobre Sociedades (IS) cuyos tipos han ido en descenso y con un diferencial con relación al IRPF de casi la mitad. El IRPF se ha convertido pues en un impuesto sobre la clase media trabajadora cuyo tipo máximo se alcanza a niveles de renta que en modo alguno se pueden considerar como altas. En este sentido, es necesario plantearse introducir progresividad en el IS y aligerar la penalización fiscal al trabajo, motor inexcusable de riqueza. Por otra parte, ese Estado paternalista ha invadido la fiscalidad de incentivos, reducciones, bonificaciones, exenciones y regímenes especiales, que es urgente revisar con la idea de eliminarlas en aras a la equidad.

Por su parte, el avance internacional de la imposición indirecta reduce notablemente el carácter redistributivo del sistema haciendo necesaria una revisión comunitaria en el diseño de los tipos, estableciendo un gravamen menor a bienes y servicios de primera necesidad y mayor al resto, circunstancia que hoy en parte es así pero que no es la filosofía con la que se  estructuraron.

Así mismo, la globalización y la internacionalización de la economía, junto al avance de las nuevas tecnologías, ha fomentado, y continuará haciéndolo, la deslocalización empresarial en busca de un menor coste fiscal. Si somos realistas, hay que reconocer que, al tratarse de un problema mundial, va a ser imposible evitar que algún país o Estado decida atraer inversores con una oferta fiscal agresiva. Se imponen pues fórmulas imaginativas para paliar la pérdida de recaudación que, por tal motivo, están teniendo los Estados y que no solo se soluciona con el denominado plan BEPS. Se trata de avanzar en una imposición mínima basada en la transparencia y/o en un gravamen especial armonizado de todas las transacciones empresariales realizadas fuera de la Eurozona.

Es también imprescindible avanzar en la idea de que un país comprometido y culto no puede financiarlo todo con impuestos. Se impone por tanto un sistema mixto tributos-precios públicos en función del nivel de renta que es, por cierto, el modelo que se aplica cada vez más en la financiación de servicios públicos. El copago redistributivo permite una mayor exigencia del ciudadano, una mejor valoración coste-beneficio, racionaliza el uso de los servicios y exige un esfuerzo pedagógico de los políticos. Y además, el ciudadano percibe lo que paga.

Por último, es imprescindible una fiscalidad colaborativa en su gestión; esto es, que sector privado y sector público vayan de la mano. Falta sensibilidad fiscal, falta cercanía, falta diálogo. Se trata de sentirse no como un mero súbdito, sino partícipe de un proyecto. Ejemplos recientes como la forma en la que se ha gestionado el denominado SII, el problema de la tributación en el IVA de las monturas de gafas, la inseguridad jurídica creciente por las actuaciones de la AEAT con relación a las subvenciones vinculadas al precio, y un largo etcétera, piden a voces una nueva forma de hacer las cosas. La imposición produce rechazo; la colaboración reporta réditos positivos.

En definitiva, hay que recuperar el antiguo lema de “Hacienda somos todos” mediante un sistema tributario adaptado a la sociedad y a los retos de hoy, más redistributivo y, sobre todo, participativo. Hay que buscar pues alternativas imaginativas que vuelvan a hacerlo realidad.




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