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La intersección entre inteligencia artificial y propiedad intelectual plantea dilemas que desdibujan las fronteras del derecho tradicional. Debe tenerse presente que la misma sugiere que, en la era de la automatización del conocimiento, las disputas sobre el uso de modelos de lenguaje entrenados a partir de los productos de otros sistemas generen no solo fricciones empresariales, sino también interrogantes fundamentales sobre la esencia misma de la creación y la originalidad en el ámbito digital. La reciente controversia entre OpenAI y DeepSeek, que gira en torno al presunto uso de técnicas de “destilación” por parte de la empresa china para desarrollar modelos rivales, ilustra con precisión la fragilidad del concepto de propiedad en el ámbito de la inteligencia artificial y obliga a repensar la estructura normativa en la que se encuadran estos conflictos.

La intersección entre inteligencia artificial y propiedad intelectual plantea dilemas que desdibujan las fronteras del derecho tradicional. Debe tenerse presente que la misma sugiere que, en la era de la automatización del conocimiento, las disputas sobre el uso de modelos de lenguaje entrenados a partir de los productos de otros sistemas generen no solo fricciones empresariales, sino también interrogantes fundamentales sobre la esencia misma de la creación y la originalidad en el ámbito digital. La reciente controversia entre OpenAI y DeepSeek, que gira en torno al presunto uso de técnicas de “destilación” por parte de la empresa china para desarrollar modelos rivales, ilustra con precisión la fragilidad del concepto de propiedad en el ámbito de la inteligencia artificial y obliga a repensar la estructura normativa en la que se encuadran estos conflictos.

Entiendo que el punto central de la disputa radica en la acusación de que DeepSeek habría empleado outputs generados por los modelos de OpenAI para alimentar el desarrollo de su propia tecnología. El procedimiento descrito como “destilación” permitiría, en esencia, la obtención de un modelo más pequeño y eficiente a partir de otro más avanzado, reduciendo los costos de entrenamiento a expensas de aprovechar el conocimiento encapsulado en los resultados del sistema original. Si bien esta práctica es común en entornos académicos y empresariales, la diferencia radica en el propósito de su implementación: en este caso, el objetivo no habría sido mejorar un modelo propio dentro de los límites contractuales fijados por OpenAI, sino la creación de un producto independiente que compitiera directamente con la empresa estadounidense. Considero que, en este punto, emerge un problema jurídico de gran envergadura: ¿en qué medida el uso de la producción de una inteligencia artificial por otra inteligencia artificial constituye una infracción de derechos de propiedad intelectual?

El derecho de autor tradicional ha sido históricamente diseñado para proteger la creatividad humana y, en consecuencia, su aplicación a la inteligencia artificial plantea un problema de encaje normativo. Los modelos de lenguaje generan contenido a partir de un vasto corpus de datos, cuya estructura y organización no dependen de una voluntad creadora en el sentido clásico del término. La originalidad, piedra angular de la protección autoral, se vuelve un concepto difuso cuando las respuestas de un modelo como GPT-4 no son el resultado de una intencionalidad consciente, sino de la interacción estadística de parámetros que optimizan la generación de texto. Asumo que este problema se multiplica cuando se trata de la “destilación” de modelos preexistentes: si OpenAI no puede atribuirse derechos de autor sobre el output de su IA en la misma medida en que un autor lo haría sobre su obra literaria, ¿cómo puede entonces reclamar exclusividad sobre el uso de sus respuestas?

Sin embargo, más allá del ámbito del derecho de autor, el conflicto adquiere una dimensión contractual. OpenAI sostiene que el acceso a su API está sujeto a términos de servicio que prohíben la extracción sistemática de respuestas para entrenar modelos competidores. En este sentido, el problema no es tanto una infracción de propiedad intelectual en el sentido estricto del término, sino una violación de acuerdos de uso que buscan evitar la explotación de su tecnología sin autorización. Me obliga a deducir que este enfoque refuerza la dependencia de la protección jurídica en el ámbito de las cláusulas contractuales antes que en la normativa de propiedad intelectual propiamente dicha, lo que, a su vez, revela la insuficiencia del derecho actual para abordar de manera integral estas cuestiones.

Un aspecto no menor del debate es la asimetría de poder en la competencia global por el desarrollo de inteligencia artificial. La denuncia de OpenAI se enmarca en una disputa más amplia entre Estados Unidos y China por la supremacía en la inteligencia artificial, lo que otorga una dimensión geopolítica al conflicto. Las preocupaciones de OpenAI sobre el uso indebido de su tecnología por parte de actores chinos han sido respaldadas por funcionarios estadounidenses, que advierten sobre el riesgo de que adversarios estratégicos absorban innovaciones de vanguardia sin incurrir en los costos asociados a su desarrollo. La referencia a la necesidad de trabajar en conjunto con el gobierno estadounidense sugiere que, más allá de un litigio privado, la disputa encierra implicaciones de seguridad tecnológica en el marco de la rivalidad entre ambas potencias.

Ahora bien, OpenAI enfrenta sus propias acusaciones de infracción de derechos de autor, planteadas por medios de comunicación y escritores que sostienen que sus modelos han sido entrenados con material protegido sin autorización. Esto introduce un matiz irónico en la controversia: la empresa que denuncia el uso indebido de sus outputs por parte de terceros ha sido, a su vez, objeto de reclamos por la apropiación de contenido ajeno. Si OpenAI ha fundamentado su modelo en una inmensa base de datos cuyos límites de legalidad son cuestionados, ¿con qué autoridad puede reprochar a DeepSeek la realización de un proceso similar?

Este juego de espejos revela la dificultad de aplicar categorías jurídicas tradicionales a un entorno en el que la producción de conocimiento no sigue los esquemas clásicos de autoría y propiedad. La inteligencia artificial ha erosionado las distinciones entre creación y replicación, entre innovación y extracción, desafiando la viabilidad de normas concebidas en una era en la que el ingenio humano era el único motor del avance tecnológico. A falta de un marco regulador adecuado, la pugna por la propiedad de los modelos de lenguaje se convierte en una disputa entre actores privados que buscan imponer sus términos de juego mediante litigios y restricciones contractuales.

En este contexto, la pregunta que da título a este análisis cobra especial relevancia: si una inteligencia artificial roba el conocimiento generado por otra inteligencia artificial que, a su vez, ha sido acusada de haber hecho lo mismo con obras humanas, ¿se trata de un acto ilícito o de una forma inevitable de evolución tecnológica? Entiendo que la respuesta depende de la concepción que se adopte sobre la autoría y el valor del conocimiento en la era digital. Si el sistema legal opta por reforzar la protección de los modelos propietarios, el desarrollo de inteligencia artificial quedará en manos de unas pocas corporaciones con acceso privilegiado a datos y recursos. Si, en cambio, se permite un ecosistema más abierto de replicación y mejora, el progreso será más descentralizado, pero a costa de diluir los incentivos para la inversión en innovación.

El caso de OpenAI y DeepSeek es, en última instancia, un episodio de una batalla mucho más amplia sobre el control del conocimiento en el siglo XXI. La inteligencia artificial ha convertido el acto de crear en un proceso acumulativo de absorción y transformación de datos, lo que desafía la noción misma de originalidad. Considero que el derecho deberá adaptarse a esta nueva realidad, estableciendo equilibrios entre la protección de la inversión en tecnología y la necesidad de evitar que el conocimiento se convierta en un bien privativo. Hasta entonces, las disputas como la presente seguirán librándose en un terreno incierto, donde la línea entre innovación y apropiación permanece tan difusa como el concepto de autoría en la era de las máquinas pensantes.




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