Luis Ignacio Adell Alonso
El pasado día 21 de junio conocimos el sentido del fallo pronunciado por el Tribunal Supremo, en el mediáticamente conocido como “caso La Manada”. Y el fallo, casando el criterio jurídico sostenido por instancias anteriores -Audiencia Provincial y Tribunal Superior de Justicia de Navarra-, considera a los acusados y condenados, autores de un delito de violación de los artículos 179 y 180 del Código Penal, a diferencia del criterio judicial mantenido hasta este momento, y que condenaba a aquéllos como autores de un delito de abusos sexuales.
Si nos retrotrajéramos en el tiempo al momento del dictado de la sentencia por parte de la Audiencia Provincial de Navarra, observaríamos que la respuesta de la ciudadanía se agrupó, mayoritariamente, en dos corrientes de opinión: quienes criticaban abiertamente al tribunal sentenciador y al propio sistema judicial en su conjunto, y quienes en un ejercicio de mesura, fingido o no, “culpaban” del sentido de la sentencia a una deficiente regulación legal de los delitos contra la libertad sexual en nuestro Código Penal.
Resulta evidente que esa regulación legal existente debe ser modificada con el fin de adecuarla a los tiempos actuales, en los que las relaciones personales -y también las sexuales- han cambiado notablemente. Es necesaria, pues, una tipificación de delitos en la materia, que contemple la actual realidad socio-cultural de nuestros jóvenes, y no tan jóvenes, las nuevas formas de relacionarse y de entender la sexualidad.
Sin embargo, y con independencia de lo anterior, lo que quizás ahora sorprenda a algunos, atendido el sentido de este nuevo pronunciamiento judicial, es que no era necesaria una modificación de la ley para insertar comportamientos como los de La Manada en el tipo penal del delito de violación.
No se conoce aún la fundamentación jurídica de esta sentencia del Tribunal Supremo, pero nuestro Alto Tribunal sí anticipa ya que la jurisprudencia constante de la Sala, en aplicación de los elementos objetivos de este delito, considera que existe violación si el acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, se produce, en ausencia de consentimiento por supuesto, y si se utiliza por el sujeto activo no exclusivamente violencia, sino también intimidación, y aquí viene lo verdaderamente relevante: aprecia en la declaración de hechos probados de la sentencia de instancia una situación claramente intimidatoria hacia la víctima de la que eran conscientes los autores.
No parece, en efecto, difícil colegir la existencia de una clara intimidación en el suceso acaecido: se aprecia una evidente vis compulsiva ambiental, numérica, corporal y física. ¿Qué interpretación se hizo, por tanto, en instancias anteriores para no calificar los hechos de agresión sexual? La respuesta sólo puede encontrarse en que hasta este momento se había considerado judicialmente la existencia de un consentimiento viciado por una situación de prevalimiento.
Así las cosas, debemos concluir que la actual distinción entre las agresiones y los abusos sexuales es disfuncional y exige una revisión legal que adecue a tiempos actuales los comportamientos típicos actuales, clarificando ciertas ambigüedades y omisiones que puedan servir de salvoconducto absolutorio a actuaciones que merecen un duro reproche penal. Sin embargo, debemos ser conscientes de que ninguna redacción legal puede ser idealmente comprensiva de cuantas conductas penalmente relevantes pueden plantearse, por lo que seguirá siendo imprescindible valentía, firmeza y rigor jurídico en la interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico por nuestros juzgados y tribunales.
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